miércoles, 4 de octubre de 2017

Lo que no tiene nombre



LO QUE NO TIENE NOMBRE

Piedad Bonnett
Bogotá, Alfaguara, 2013, 130 págs.

   Nacida en Amalfi (Antioquia, Colombia, 1951), Piedad Bonnett es licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de los Andes, en la que desde 1981 imparte clases. Como escritora, ha cultivado la poesía, la novela (con títulos como Después de todo, 2001, Para otros es cielo, 2004, Siempre fue invierno, 2007, El prestigio de la belleza, 2010 y Lo que no tiene nombre, 2013, todos ellos publicados por Alfaguara), el teatro (Gato por liebre, Que muerde el aire afuera, Sanseacabó, Se arrienda pieza y Algún día nos iremos, montadas por El Teatro Libre bajo la dirección de Ricardo Camacho) y la crítica literaria.
   Como poeta, ha publicado ocho obras: De círculo y ceniza (Ediciones Uniandes, 1989), Nadie en casa (Simón y Lola Guberech, 1994), El hilo de los días (Norma, 1995), Ese animal triste (Norma, 1996), Todos los amantes son guerreros (Norma 1998), Tretas del débil (Alfaguara, 2004), Las herencias (Visor, 2008) Explicaciones no pedidas (Visor, 2011)y Los habitados (Visor, 2017, XIX premio de poesía “Generación del 27”.
   Lo que no tiene nombre arranca con la visita del matrimonio, Piedad y Rafael, a la habitación de Daniel, en un bloque del Upper East Side de Nueva York, de cuya azotea su hijo se ha arrojado al vacío. Ha sucedido lo que Paul Auster recuerda en una cita inicial, eso que les ocurre a los demás y que nunca pensamos que nos sucederá a nosotros. Lo que sigue es la reconstrucción de una vida joven torturada por la enfermedad mental, un muchacho protegido por una familia desvelada y rota también por el dolor, y finalmente desmoronada por tantos esfuerzos baldíos que han logrado retrasar pero no impedir su encuentro con la muerte. Un delgado hilo de dolor atraviesa estas memorias en que las pobres palabras logran alcanzar, como afirma Luis García Montero, “los lugares más extremos de la existencia”, unas palabras que son, considera la autora (es decir, la madre) en un ilusorio “envío”, “la poca sangre que puedo darte, que puedo darme”. Reproducimos un fragmento en que la escritora tiene que enfrentarse a uno de tantos momentos difíciles.

   “Algunas horas después de su muerte mis hijas me llamaron para consultarme si autorizaba la donación de sus órganos. Por un momento me estremeció el recuerdo de su cuerpo de deportista, la belleza que, real o no, me hacía mirar a mi hijo con secreto orgullo y encantamiento, y susurré un no desesperado. Me hicieron ver que sería un gesto mezquino, que un ser deseoso de vida podría salvarse con su corazón, con sus pulmones. Entonces asentí, y sentada al borde de la cama me dispuse a oír a la persona encargada de tomar mi declaración. Del otro lado la que hablaba era una mujer y su tono era dulce y firme a la vez. Siempre pasa que una voz crea un rostro imaginario, y yo pensé en una cara morena, la de una mujer gruesa de ojos grandes y compasivos. A continuación escuché serenamente sus condolencias, las formalidades de la ley, sus agradecimientos anticipados y, luego, una lista impensada de órganos, que iban mucho más allá de su corazón, sus riñones, sus ojos.
         -La piel de la espalda.
         -Sí.
         -Los huesos de las piernas.
        -Sí.
    Y Daniel, mi hijo entrañable, el muchacho de labios carnosos y piel bronceada, se fue deshaciendo con cada palabra mía. La vida es física”. [pp. 23-24].

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