miércoles, 23 de agosto de 2017

La luz difícil


LA LUZ DIFÍCIL

Tomás González
Bogotá, Alfaguara, 2011, 132 págs.

   Nacido en Medellín (Colombia) en 1950, Tomás González estudió Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia y residió en Estados Unidos durante casi dos décadas. De regreso a Colombia se dio a conocer con dos novelas, Primero estaba el mar (1983) y Para antes del olvido (1987, ganadora del V premio Plaza y Janés), narraciones a las que siguieron un libro de cuentos, El rey de Honka-Monka (1995) y un poemario, Manglares (1997). Más tarde ha publicado las novelas La historia de Horacio (2000), Los caballitos del diablo (2003), Abraham entre bandidos (2010), La luz difícil (2011), Temporal (2013) y Niebla a mediodía, además de dos nuevas compilaciones de relatos, El lejano amor de los extraños (2013) y El expreso del sol (2016).
   La luz difícil, que he leído en un ejemplar me hecho llegar Antonio María Flórez, narra en primera persona los recuerdos que David, un pintor colombiano, guarda de sus años de Nueva York, ciudad en la que vive con su esposa Sara y sus tres hijos. Jacobo, el mayor, ha sufrido un accidente de tráfico que le ha dejado parapléjico. Cansado de sufrir unos dolores insoportables para los que no halla remedio, el joven decide viajar con su hermano a Portland en donde el suicidio asistido no se castiga penalmente. David y Sara, sus padres, permanecen en Nueva York atentos a los teléfonos. Consideran razonable la decisión de su hijo porque han sido testigos del infierno en que se ha convertido su vida tras el accidente, pero aún conservan una ilusoria esperanza: tal vez en el último momento se arrepienta.
   Reproduzco un fragmento en que los padres de Jacobo, echados en la cama, aguardan en silencio, combatiendo cada uno su angustia, una llamada telefónica.

    “Al avanzar los segundos, la realidad se hacía más intensa. La mano de Sara estaba un poco fría, pero fue entibiándose. Sentí irregularidades en mi corazón, pequeños saltos y murmullos y también golpes que alcanzaban a sacudirme imperceptiblemente el cuerpo. “No me puedo morir ahora”, pensé. “¿Qué sería de ellos?”. Empecé a respirar con más profundidad y regularidad, hasta que el fin murmullos y golpes cesaron. Pero no las llamas. “Tampoco puedo andar brincando a cada rato como loco por la claustrofobia, y menos ahora”, pensé, y logré controlarme. Pensé en el irlandés que pintaba obispos que daban alaridos. El tiempo pasaba muy despacio, casi se devolvía, pero era para triturarnos mejor y mejor lamernos con las llamas. En el apartamento se volvió a instalar el silencio insidioso, a pesar de que Debrah y James hablaban en la cocina y Arturo punteaba en su cuarto; a pesar de que sonaban las botellas quebradas de siempre del Lower East Side y los gritos que llegaban de tiempo en tiempo, como de muy lejos…
         “Hey, you! Fucking bitch!”, gritaban”. [pp. 98-99]

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