miércoles, 21 de diciembre de 2016

Viaje a Colombia II

PEREIRA

  Pereira, capital del departamento de Risaralda situada en los valles de los ríos Otún y Cauca, es la ciudad más poblada del eje cafetero (unos 700 000 habitantes si se cuenta toda el área metropolitana). La carretera baja en fortísimas pendientes y numerosas curvas desde los 2200 metros de altura de Manizales a los 1400 de Pereira entre interminables cafetales y bosquecillos de guaduas (también llamadas cañazas o tacuaras). El mismo día de nuestra llegada y tras alojarnos en dos hoteles (los pagaban facultades distintas), dimos una charla en la Universidad Tecnológica de Pereira, moderada por el escritor y profesor de la Universidad Rodrigo Argüello (quien, más que moderar, se dedicó a exhibir cuánto sabía de narrativa colombiana decimonónica), en la que intervine brevemente (tengo comprobado que cuando en un acto participan creadores y críticos el público prefiere, con toda razón, escuchar a los primeros). La sala estaba abarrotada de chicos y chicas, la mayoría vestidos con la camiseta amarilla de la selección colombiana, que permanecieron en sus asientos hasta cinco minutos antes de que empezara un Colombia-Brasil, partido que vimos mientras dábamos cuenta de un asado colombiano regado con cerveza (rubia, roja y negra, todas extraordinarias). Perdió Colombia por dos a uno.



  Al día siguiente, visitamos la Plaza de Simón Bolívar, la Catedral de Nuestra Señora de la Pobreza y varias librerías de lance, en las que compré un solo libro (de Federico García Lorca, en una edición al cuidado de Guillermo de Torre de 1952 que  incluía tres “prosas póstumas”) pues sabía que, como pasó en el viaje anterior que hice a Colombia, me vendría con un montón de libros regalados y dedicados (más de cuarenta en esta ocasión).


  Por la tarde, el director del Departamento de Español, Arbey Atheortúa Atheortúa (con un nombre común en Colombia y apellidos vascos) nos llevó en el audi de su ex esposa a Santa Rosa de Cabal, un pueblo en cuyas proximidades se encuentran unas piscinas termales situadas en las laderas del Nevado del Ruiz a donde llegamos ya de noche. Con un bañador prestado y el lío de pantalones, cortavientos, camisa, zapatos con los calcetines y el móvil dentro, me acerqué a la pileta a la que caía un chorro de agua hirviendo que surgía del subsuelo volcánico, todo ello iluminado por unos potentes focos en cuyo halo se fundían la niebla nocturna de la montaña y el vapor del agua caliente. Metidos todos en la piscina (Susana, Arbey, Eduardo y José Manuel) nos tomamos un par de cervezas por barba cuidando de que las salpicaduras de las zambullidas del Duende Josele no cayeran dentro de las latas.



   A la mañana siguiente volamos a Medellín. Entre ambas ciudades hay unos 195 kilómetros y estaba previsto que los hiciéramos por carretera atravesando el hermoso valle del Cauca y varias estribaciones andinas, pero un corrimiento de tierras, que inutilizó un carril de la carretera, lo desaconsejó. En el aeropuerto, una bellísima policía colombiana me quitó un mechero y me dijo con los brazos cruzados y mirada escrutadora: “Deme también el otro”. “No llevo más”, le respondí con entonación firme y resuelta (y sí, llevaba otro, en el bolso, y me quedé sin ninguno). Con parecidos malos modales a Eduardo Moga le confiscaron en El Dorado, el aeropuerto de Bogotá, un desodorante que había “volado” por toda Europa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario