martes, 23 de febrero de 2016

Palabras


   Resulta sorprendente cómo las palabras a veces son livianas, ligeras, ingrávidas (y gentiles, como pompas de jabón). Por ejemplo, las que emplea Rafael Alberti en un poema que daría título a un libro (“Todo lo que por ti vi, / -la estrella sobre el aprisco, / el carro estival del heno, / el alba del alhelí-, / si me miras para ti”). Y a veces, esas mismas palabras se cargan de un peso ominoso y terrible, como las que cierran el estudio de Hannah Arendt (Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal): “Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con otros pueblos de cierta nación -como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no habitar el mundo-, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado”

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